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ESCLARMONDE

Este capítulo es un extracto de la novela El Honor y el Paratge, tercer libro de la trilogía Ermessenda.
Ambientada en la Cruzada Albigense, la lucha por la supervivencia de los cátaros y su espiritualidad –considerada herejía por la Iglesia de Roma– marca el destino de sus entrañables protagonistas. Para conocer el contexto y la evolución de los personajes, puedes explorar la trilogía completa en Amazon o en www.ermassenda.es. Instagram: mariana.vernieri.autora

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Otoño de 1222
Castillo de Foix, Languedoc

 

La oscuridad acuosa era cálida y placentera; acogedora… todo su mundo desde que su existencia actual había comenzado. Sabía que tenía ojos, y aunque nunca los había abierto, veía. Veía una débil luz rojiza que, si estaba donde creía estar, le costaba entender cómo es que llegaba hasta allí. A través de la piel, los huesos, las entrañas y el líquido tibio que la abrazaba. 

El rojo-anaranjado era persistente, y en él se formaban figuras verdes, violetas, azules... que pronto mutaban y se desvanecían. Una niebla etérea, poblada de sonidos resbaladizos, de pensamientos vagos, de sueños que no podía saber hasta qué punto eran recuerdos. Visiones interminables del campo, el trigo, la labranza. Sus trenzas largas y el vestido sucio y simple de campesina. Sus hermanos pequeños riendo, llorando, comiendo el pan que con tanta dificultad ella ponía cada día sobre la mesa. Sus hermanos ya no tan pequeños, casándose, diciendo adiós.

Las imágenes flotaban, difusas y diluidas. Hacía mucho que no recordaba su nombre ni el de la gente a la que había querido, pero sí sus rostros, y, sobre todo, la forma en que cada uno la hacía sentir. Sus padres ya no estaban. Al irse, le dejaron un enorme vacío y el destino inescapable de criar a sus hermanos menores; tan frágiles, tan necesitados de protección. Ella lo hizo bien. Araba, cosechaba, amasaba el pan… incansable desde el amanecer. En la casucha de barro y paja alimentaba a sus hermanos, los vestía, los cuidaba y les enseñaba lo poco que sabía. Sin ayuda, sin dinero. Sometida al deber, fiel a su señor, el dueño de esa porción del mundo.

Y luego estaba él… Unos ojos negros y profundos. La belleza más intensa que había conocido. No recordaba el nombre de ese hombre; lo imposible de olvidar era lo mucho que se amaban. Iban a unirse para siempre, pero algo le ocurrió. Un accidente. Un carro que se desbalanceó, lo aplastó. Ella estaba allí, con él, y aunque siguió respirando varios años tras su partida, sintió que en verdad su vida había terminado aquel día. Por todo esto, agotada, cuando finalmente enfermó y murió, sintió un cierto alivio al descansar de los pesares y desafíos ya sin sentido y sumirse en la nada más absoluta… por un instante. Hasta que su mente despertó, como regresando de un desmayo profundo.  

 

Al principio creyó haber llegado al paraíso. Le habían enseñado que, al morir, las almas ascendían al cielo. Por eso, cuando tras su propia muerte descubrió que aún existía, su primera suposición fue que se hallaba allí. Se reencontró con su amado, con sus padres, con todos aquellos a los que había querido. Aprendió de aquello que había hecho mal, y de los errores que en el futuro debería abstenerse de repetir. Se cumplieron los anhelos frustrados y se rectificaron los males. Conversaciones truncas encontraron desenlaces venturosos; heridas sanaron, y la intensidad del deleite pudo ser amiga del entendimiento mutuo.

Un fuerte sacudón la devuelve a la dimensión más física de su ser. Se oyen voces. No sabe si vienen de fuera o de dentro. Los recuerdos de la vida terrenal se funden y confunden con experiencias nuevas o imaginadas. Fragmentos volátiles, de naturaleza imprecisa y contornos difusos, conforman el mosaico de una existencia desorientada, donde ya no es posible discernir qué es real y qué no. Tal vez sean ensoñaciones de una mente confundida, ¿quién lo sabe? ¡Qué difícil es entender! Sin embargo, no desespera. Algo le hace sentir que todo esto es natural. Que está bien, aunque no lo comprenda. Que ya lo ha vivido antes, y no sólo ella; es un trance normal para todos los vivientes, aunque luego lo olviden tras nacer.

En el más allá, igual que en la vida terrenal, el cambio es constante. Las escenas junto a los suyos, que al principio eran constantes, se fueron volviendo cada vez más esporádicas, mezcladas con momentos en los que su iluminación se intensificaba y su identidad se desdibujaba hasta que el yo dejaba de existir. En esa quietud idílica, que al perderla añoraba incluso más que a la vida misma, estaban las respuestas a todas sus preguntas, incluso a las que jamás se le habría ocurrido formular. Lástima que allí no tuviera su mente para interpretarlas. Era una sabiduría absoluta, sagrada, infinita… pero más espiritual que intelectual. El misterio se veía reemplazado por un saber puro y silencioso, sin más secretos ni dudas, sin sobresaltos. Si permanecía en esos estados por segundos o siglos era imposible de decir. Hasta que nuevas ráfagas de vivencias, emociones o recuerdos volvían a sacudirla, devolviéndola a la estrechez de su conciencia humana. En ese vaivén errante y vertiginoso, terminó por rendirse a la certeza de que la luz del espíritu y la voz del intelecto no podían coexistir. Indefectiblemente, cuando una se manifestaba la otra se desvanecía.

¡Se viene! La elevación. La renuncia. El cambio. Está empezando a ocurrir otra vez. La expectativa de ser nada y ser todo una vez más la colma de felicidad. Lo necesitaba. Se deja envolver por la sensación más placentera de la existencia con entrega devota. No hay temor ni resistencia, sólo confianza y abandono. Sus pensamientos enmudecen, pero aquello que toma su lugar es superior. Todo es paz. Asombro reverente. Una tibieza luminosa y flotante en la que el tiempo parece detenerse. ¿Está ante Dios o es Dios?

¡No! ¡Espera! ¿Ya se está yendo? La luz se escapa. Su individualidad limitada regresa. Y a medida que deja de abarcar el universo para volver a convertirse en una persona, sabe por experiencia que lo que acaba de experimentar pronto se desvanecerá en el olvido. Bastará con que la mente vuelva a hablarle en su idioma de conceptos, nombres y palabras, para que la verdad eterna se vuelva inaccesible.

Ahora que ha regresado, el contraste es brutal. La imperfección es ubicua. Hace tiempo se dio cuenta de que el paraíso no era tal, y que algo muy distinto estaba ocurriendo. Ciertas molestias la alertaron de una realidad inesperada: tenía un cuerpo. Diminuto y uniforme, la primera vez que lo sintió, pero que poco a poco fue adquiriendo una forma compleja. Experimentó la germinación de una cabeza, manos y piernas. Un nuevo corazón, mucho más pequeño que el anterior, comenzó a latir. Pronto volvería a nacer.

La experiencia era trascendental, inspiradora, ¡épica!… pero también aterradora. Por suerte, para afrontarla, no estaba sola. En su viaje de retorno la rodeaban reconfortantes sonidos guturales, cavernosos, protectores, y el constante latir de otro corazón. El de su nueva madre: Ermessenda, había oído que la llamaban. Un nombre dulce como su voz, la que más fuerte escuchaba, retumbando con resonancia musical. Las otras voces llegaban amortiguadas por la viscosidad que la envolvía. Más lejanas, como un eco del infinito. Pero, si prestaba atención, podía distinguir la de su padre, casi igual a la del anterior; la de su abuelo, profunda y rigurosa, pero evidentemente sabia; y, sobre todo, la de su hermano, un niño pequeño. Esta vez, afortunadamente, no sería ella la hermana mayor. Menos mal. Este pensamiento la aliviaba, y mitigaba su miedo a nacer.

​***

Dolor intenso. El temido momento ha llegado. Las carnosas paredes que la abrazan se endurecen, apretándola hasta sofocarla, sólo para liberarla un instante antes del ahogo final. Luego vuelve a ocurrir, pero más fuerte, cada vez más rígidas y con mayor frecuencia. Su entorno protegido, la dulce compañía de esa madre que lo abarca todo, comienza a desvanecerse, empujándola hacia una nueva etapa en esta prolongada y multitudinaria aventura de vivir.

¿Podrá recordar su vida anterior una vez nazca? Nunca ha conocido a nadie que traiga consigo este tipo de recuerdos, y todo indica que ella tampoco lo logrará. Si la gente olvida sus experiencias previas al reencarnar, ella también lo hará. Por eso no quiere abandonar el vientre materno. Por eso, cuando una fuerza aplastante la empuja hacia afuera, intenta resistirse. Cuando salga, dejará de ser quien es. Cuando nazca como alguien distinto, entonces sí, la persona que ha sido terminará de morir. Su espacio se reduce, oprimiéndola como un alud imparable que se desploma sobre ella. Eso mismo debe haber sentido él, cuando el carro le destrozó la espalda. Su amado…

La presión afloja por un instante. Su alma aprovecha el descanso para fugarse junto a él, acaso por última vez. Corren de la mano por el campo, su risa fresca, los trigales, el viento en la cara, la hierba acariciándola… ¿Volverá a nacer él también? ¿Podrán reencontrarse en esta vida y revivir la unión amorosa que les fue arrebatada en la otra?

Con desesperación, intenta recordar su nombre.

Pero el tormento regresa. No la deja pensar. Las paredes la estrujan sin piedad, y su cabeza está a punto de estallar. Nunca creyó que fuera posible sufrir tanto para venir al mundo.

Había padecido enfermedades, toses violentas, heridas y caídas, pero nada tan intenso como esto. Su muerte fue casi indolora. Le costó respirar, sintió opresión en el pecho, pero nada comparable a esta agonía.

¡Qué irónico que nacer duela tanto más que morir!

Un nuevo alarido de su madre. Una contracción más intensa. Pero ya nada vuelve a ser como antes. El líquido se ha ido. Ya no la cubre, la antigua calidez se convierte en sequedad irrespirable. ¿Qué está ocurriendo? ¿Acaso voy a morir sin ni siquiera haber nacido? Las voces se oyen más nítidas ahora. Hay una mujer que le exige a su madre que puje, pero también asegura que está todo bien, que la cabecita ya ha asomado. ¿Es eso verdad? Un pánico súbito la invade. Su nueva vida está a punto de comenzar. No hay vuelta atrás.

"¡Ahora!", es lo último que escucha cuando una fuerza irrefrenable la arranca hacia el vacío. Un abismo insondable. Movimientos bruscos. Un dolor aplastante y un zumbido insoportable. El aire frío le golpea todo el cuerpo. Manos ajenas la masajean. Está afuera. Luz intensa. Más luz, más ruido, más frío. 

Necesita entregarse al llanto, y lo hace con todas sus fuerzas. Son gruñidos desconocidos, pequeños como su cuerpecillo recién alumbrado, pero tan profundos como puede evocarlos para arrancarse de dentro la frustración.

El aire reemplaza el líquido en sus pulmones, recordándole, junto con los sonidos, los olores, la temperatura y las sensaciones del mundo exterior, cómo se siente la vida terrenal: una experiencia que ya ha tenido, no una, sino varias veces, pero cuyo recuerdo se hace cada vez más intangible.

El zumbido se apaga, la luz se suaviza. La niebla se disipa y sus ojos se abren. Las figuras son borrosas al principio. Está viendo con estos ojos por primera vez, pero el mundo es el mismo de siempre. Lo reconoce y se alegra de estar de vuelta. Agita sus pequeños brazos y siente la libertad. Nota sus pies, el trapo que los seca de la pegajosa pátina que la embadurna, el momento en que el cordón se corta.

Su madre la espera con los brazos abiertos, con su cabello cobrizo, derramándose a mechones sobre la cara. Es hermosa, a pesar de tener la tez enrojecida y empapada en sudor por el esfuerzo. Sonríe. La partera la coloca en sus manos, y al sentir su calor, el regocijo de regresar a aquella calma que la había cobijado por meses la apacigua. Ya no desea llorar.

Hay una ventana y mira al exterior. Las nubes, el azul, el calor del sol... el mismo cielo de siempre. No había sido tan grave. Toda una vida temiendo morir, y todo para nada. Aquí está de nuevo, lista para volver a empezar. 

Se sobresalta cuando alguien irrumpe. Ve a su padre entrar corriendo para conocerla. Está feliz, y besa a ambas.

—Esclarmonde —anuncia su madre, sonriente—. La llamaremos Esclarmonde, como tu tía. 

Ella puede escucharlos y lo sabe todo; sabe que sus padres también han sido otros y volverán a serlo. Su alma aún está allí; su memoria no se ha esfumado. ¿Conseguirá mantenerla? Necesita hablar y explicar lo que ha pasado, quién ha sido, cómo ha regresado. Pero su ínfima boquita sólo produce gorgoteos y quejidos. 

Quiere girar la cabeza para observar el rostro de su padre, pero advierte que no tiene control sobre sus movimientos. Una fuerza irresistible la obliga a cerrar los ojos y dormir. Todo ha sido tan agotador.

Había nacido. Su madre y ella estaban sanas, y bien. Su padre, jubiloso. Ya podía descansar. Pronto habría tiempo para explorar. A medida que se dejaba caer en el sueño, mecida en los brazos de su madre, notó que lo último de aquello que había sabido la abandonaba. Sus padres seguían hablando, pero ella ya no entendía nada de lo que decían. Las palabras que antes conocía ya no significaban nada. Tendría que aprenderlas otra vez. Sin palabras, era imposible razonar. Los conceptos en su mente se volvían abstractos, inalcanzables. Ya no podía comprender nada. Junto con el lenguaje, comenzaron a desvanecerse las memorias de quien había sido, el campo, sus labores, el rostro de sus hermanos, la risa de su amado, el dolor de la pérdida, hasta el recuerdo de haber vivido antes. Era imposible hilar un pensamiento completo, ya sin recuerdos, ni energía para mantener sus ojos abiertos un segundo más. ¿Pero acaso importaba? Mientras se dejó caer en un sueño despreocupado, supo algo en forma instintiva, sin lógica, pero con una certeza puramente emocional: en esta nueva vida, no le faltaría el amor.

Esclarmonde de Foix
Ermessenda de Castellbó
Roger Barnard de Foix

Lanzamiento del tercer libro de la trilogía:
 

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Los Cátaros 

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El catarismo fue una variante del cristianismo perseguida por la Iglesia Católica en el siglo XIII por considerarla herética. Su fe incluye la creencia en la reencarnación, así como en un Dios,

Un matrimonio arreglado y prohibido.

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(...) Lo que no es para nada habitual es que el mismo matrimonio sea a la vez arreglado y prohibido. Sin embargo, ese, precisamente, es el peculiar caso que se da en la historia de Ermessenda y Roger Bernard.

¿Quién fue Ermessenda de Castelbó?

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La trilogía “Ermessenda” está inspirada en la sorprendente historia real de una de las grandes damas soberanas de la edad media: Ermessenda de Castellbó. Nacida en Cataluña en 1195,

Mariana Vernieri, autora de la trilogía Ermessenda

La autora: Mariana Vernieri

Mariana Vernieri nació en 1977 en Buenos Aires, Argentina, destino histórico de inmigración de los más variopintos rincones del mundo. Este exuberante cóctel de pueblos y de historias la llevó a emprender la búsqueda de sus propios orígenes familiares. A lo largo de años de exploración tan apasionada como documentada, Mariana elaboró un árbol genealógico especialmente frondoso, cubriendo más de cuatro mil antepasados y familiares y logrando remontarse hasta el siglo XIII y antes aún. De una de las ramas de este árbol brota la saga “Ermessenda”, inspirada en la asombrosa historia real de sus ancestros Ermessenda de Castellbó y Roger Bernard de Foix

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